Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios
según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los
sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no
es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia.
1 Corintios 1: 26 - 29
¿Qué podemos ofrecerle nosotros al Señor? Si algo bueno
tenemos es porque Él lo puso en nosotros. Hasta lo malo que tenemos Él lo
trabaja con paciencia hasta transformarlo. La verdad es que nada tenemos. Él
tomó lo necio, lo débil y lo vil de este mundo (de lo cual yo soy el mejor
ejemplo) para deshacer lo que es y usarlo para mostrar Su gloria y poder.
Desde dónde hoy estoy parada puedo mirar hacia atrás y
ver las maravillas que Él ha hecho en mí. Con inexplicable amor y misericordia
desde el día en que me rendí a Él, Él no ha dejado de trabajar. ¡Y lo sigue
haciendo! Soy una obra en construcción. Recalco, sin embargo, que la Obra es
Suya. No tengo nada de qué jactarme.
Recibimos del Señor los talentos y los dones. Él nos
forma en personalidad y carácter. Nos da fortalezas y capacidades. Otra vez: es
Él quien hace todo esto. Que alguien quiere llevarse algo de crédito por lo que
es o por lo que hace al final es sin sentido. Si uno canta, es porque Él hizo la voz. Si uno
sirve, es porque Él dio ese don. Si uno hace algo bien es porque en uno está la
capacidad, dada por el Creador.
Muchos dirán que es por su esfuerzo y dedicación que han
llegado lejos; y en un sentido tienen razón. Esto es la aplicación real de la parábola
de los talentos. Lo que tú inviertes, será multiplicado. Invierta el tiempo, el esfuerzo y los recursos y verás
cómo tu inversión es acrecentado. Es un principio inquebrantable. Pero no
olvides quién es el Multiplicador.
Entonces ¿qué le podemos dar nosotros? Habiendo recibido
todo de Él y siendo todo Suyo ¿puedo ofrecerle algo?
Dos cosas muy importantes puedes dar a Dios.
Primero, tu decisión.
Eres tú quien decide dar todo o nada a Él. Lo que Él te ha dado tú decides si
se lo devolverás o no. Lo hermoso es que si lo haces jamás te arrepentirás.
Segundo, está tu compromiso.
¿Alguna vez intentaste lograr que alguien hiciera algo
que no quería? ¡Cualquiera que tenga hijos adolescentes sabrá a qué me refiero!
Es básicamente imposible. Se llegas a conseguir que haga algo será de mala gana
y probablemente solo a medias. Sin embargo, cuando una persona está comprometida lo más
probable es que no hará falta siquiera decirle qué debe hacer. Las personas
comprometidas solo necesitan ser guiadas, no empujadas. ¡Qué alegría trabajar y
servir con este tipo de persona!
Mire esta lista de características de una persona
comprometida y pregúntese cuántas de ellas se ven en ti:
Es puntual. No
llega sobre la hora ni después, sino antes de la hora fijada.
Es esforzado.
No necesita que alguien le pida que lo haga. Nace de su corazón el deseo de dar
todo de sí.
Es enseñable.
Aprende de sus errores y acepta la corrección. Por lo tanto progresa.
Tiene predisposición.
Sabes que puedes contar con él o ella. Cuando hay necesidad, siempre está para
servir.
Es flexible.
No dirá “Eso no es parte de mi trabajo”. Hará lo que haga falta porque está
comprometido con los resultados.
Tiene iniciativa.
Ve que algo falta y busca suplir la necesidad. No necesita que alguien le diga
primero qué hacer porque ya vio y ya hizo.
Es valiente.
Aunque algo le cueste, estará dispuesto a lanzarse porque su sentido de
compromiso no le permite volver para atrás.
Crece. Una persona comprometida jamás se estanca. Siempre
prosigue a la meta.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿Qué podemos ofrecerle al
Señor? La respuesta es sencilla: todo. Todo lo bueno, todo lo malo, todo el
ser. Todo.
Señor
Me humillo ante ti, ofreciéndote todo lo que soy. Te pido perdón por las
decisiones erradas y la falta de compromiso. ¡Gracias por aceptarme igual! Hoy
decido darte todo y me comprometo a servirte por siempre. Ya no pondré excusas.
Heme aquí.
Amén
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